Me encantaban los Smashing. Billy Corgan y su calva
reluciente, con esa cara de vampiro iluminado. Ella me regaló uno de sus cds justo antes
de intentarse suicidar. Estuve un tiempo que no los podía escuchar. Ni a ellos,
ni a Manolo García. La veía a ella, desnuda en la habitación del hotel, aquella
mañana. La cama con sus sábanas revueltas, y yo sentado sobre ellas, mirándola
mientras cantaba esa canción que decidí adorar desde entonces, como no podía ser de otra
manera...
En aquel momento era feliz, como lo era yo, compartiendo el
instante-mariposa que revoloteaba llenándolo todo de escurridiza felicidad. La
noche anterior me había asomado a la ventana después de nuestro pequeño maratón.
Había visto, recortadas contra el cielo, unas cigüeñas en su nido, posado en
aquel tejado, sobre unas tejas que tanto me recordaban a las del Escorial.
La memoria -al menos la mía- es una damisela anárquica y
casquivana. Smashing Pumpkins, cigüeñas, las tejas del Escorial...
Tres mil años han pasado desde entonces. Tres mil, y tres mil más. ¿Qué sentido tiene el tiempo?
Te veo de aquí a tres mil años,
en algún lugar.
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