Amaneció con una inevitable sonrisa en los labios, como si hubieran florecido. Sus labios rojos. A ella le encantan sus labios. Tienen tanta vida y son tan perfectos como el alma que los habita. Y está muy orgullosa de ellos, lo sé. Y yo lo
estoy de ella, no sólo de sus labios, aunque los quiero besar una y otra vez, como a sus párpados, como a su cuello, como a sus brazos, uno en especial... Ella es belleza robada de un paraíso que alguna vez conocí, y me la
otorga sin pedir nada a cambio. Cuanto más preocupada por ella está, más se
preocupa por mí y por todo su entorno: inusual comportamiento que nunca había encontrado antes en nadie, que me deja
sin aliento. No digo nada, pero la observo mientras contengo la respiración. No
quiero que sepa que la miro y alterar para nada su forma de proceder... Verla evolucionar en su mundo es como contemplar el baile de una libélula
majestuosa; como una coreografía perfecta interpretada por una bailarina que
nunca da un traspié, mientras esparce el aroma de su cariño sin ni siquiera
darse cuenta... Me maravilla su baile, su danza divina; saber que ella no se percata de lo que hace, porque le nace de dentro sin más. Y es que es así, tan natural
como una puesta de sol. Tan natural como el agua empapando el suelo seco en
una tormenta. Y a mí me empapa por completo. Me llena con su luz. Me hace
sentir tan vivo que casi diría que no recuerdo lo que era estar dormido en
medio de la rutina. Más luminosa que el sol, que ilumina las tinieblas...
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