El cuerpo
no es una propiedad del yo, ni un objeto, ni un instrumento de nada. El
cuerpo es lo que eres, tanto como tu mente; y tal como seas, te reflejará con
absoluta fidelidad. Si eres miedoso tu centro de gravedad se elevará hacia
arriba y, cuanto más lo seas, más arriba estará y más obvio resultará el
desequilibrio. Tu ego te tendrá atenazado de tal forma que contraerá todos tus músculos
creando una coraza, y desde tu abdomen -que es donde debiera estar-, tu centro
de gravedad ascenderá hacia tu pecho, desequilibrándolo todo.
Cuerpo,
mente y emociones forman un todo indivisible. Cuando la mente está tensa, el
cuerpo lo está. Cuando no aceptas algo, tu cuerpo responde. Cada emoción
bloqueada termina formando parte de tu coraza muscular, produciendo
insensibilidad. En el hombre/mujer medio, esta coraza lleva tantas batallas a
cuestas que, con el paso de los años, termina provocando una rigidez apreciable
desde el exterior. Se trata de la lucha del ego por sobrevivir. Somos como el Gollum,
y nuestro ego es nuestro falso tesoro; suplantación de identidad de la que
nuestros cuerpos son pura queja. Para ir más allá -de regreso al hogar-, la
inmovilidad física es necesaria. En el paso desde la superficie de la
conciencia hasta el fondo, siempre hay turbulencias. Zonas agitadas donde la
coraza se comienza a resquebrajar. Entonces surgen emociones olvidadas,
acompañadas de lágrimas muchas veces. Otras es la furia la que emerge, de la
que nunca -tal vez- fuiste consciente y que empleabas para no sentir y bloquear
lo que te había hecho tanto daño... Sin embargo, si el guijarro que es tu mente
abandonada al silencio, alguna vez logra tocar el fondo del lago, desvanecerá todas las tensiones de repente. Tu cuerpo se modificará momentáneamente sin que hayas hecho
absolutamente nada por conseguirlo; todos los músculos serán distendidos de golpe, como en un
derrumbe, y tu centro de gravedad se colocará en el bajo vientre de nuevo,
mientras todo esto será "saboreado" en un trasfondo de paz...
Hace muchos
años, en Japón, una persona que no estuviera bien colocada en su centro se
consideraba que no era de fiar. Me pregunto qué habrían pensado aquellos
japoneses si se dieran una vuelta y miraran hoy nuestros cuerpos, producto de
una sociedad tan enferma como la actual...
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"El hombre
de nuestra época es un extraño en su propio cuerpo. Toda nuestra educación está
concebida para que el individuo se integre en el mundo civilizado, para que no
sea un extraño en ese mundo. Y ese mundo es un mundo artificial, totalmente
fabricado por el hombre. Hacen falta decenas de años de preparación para poder
vivir en él. En la actualidad, la mayoría de los hombres sólo ven, utilizan y
conocen cosas fabricadas o modificadas por el hombre. Se necesita un manual de
instrucciones para el más mínimo gesto de la vida civilizada, esa vida que
transcurre fuera, en el mundo de los objetos donde el propio cuerpo del
individuo no es sino un objeto...
El hombre
civilizado, el hombre social, ajusta su comportamiento en función de los
imperativos propios de su estado civilizado. Pero el cuerpo no está civilizado.
Para él, la civilización no es más que una gran broma. Él sólo conoce la huida
o el combate, y reacciona como aprendió a hacerlo en la jungla prehistórica:
vertiendo adrenalina en el circuito, a fin de provocar una vasoconstricción de
la arterias del sistema vascular periférico. Una sabia precaución: en caso de
herida, sangrará menos. Elevación de la presión arterial, aceleración del ritmo
cardíaco y respiratorio, aceleración de la circulación en los músculos y
aportación acelerada de materias nutritivas, liberación de la energía..., todo
está previsto para favorecer la eficacia en el combate o en la huida.
Son
reacciones naturales y espontáneas del cuerpo. Son incontrolables, y sus
efectos desaparecen con la misma espontaneidad cuando el peligro ha pasado,
cuando el hombre ha encontrado refugio seguro donde ya no se encuentra
amenazado por ningún peligro. Entonces se abandona al disfrute de la seguridad.
Saborea la paz, confiado y tranquilo. Mira jugar a sus hijos o acaricia a su
mujer, o se entrega a una ocupación particularmente relajante: rascarse y
quitarse pulgas y piojos.
En la
actualidad nadie hace eso. No me refiero a las pulgas, sino al disfrute
sencillo y feliz de la paz en un hogar a resguardo de todo peligro, tranquilo,
rodeado de afecto, con confianza en la vida y el futuro. Hemos introducido el
peligro en el refugio más íntimo, en el más seguro. Se trata de una amenaza
permanente, ya que la llevamos en el fondo de nuestra conciencia: el miedo al
paro, al plazo a fin de mes, a ser superado, a no estar a la altura, etc. De
todo eso, el cuerpo sólo comprende una cosa: la inseguridad. Y traduce:
peligro. Y reacciona: huir o combatir, luego adrenalina-lina-lina...
El cuerpo no entiende ni las bromas, ni la alegoría, ni la
metáfora, ni la ironía, ni el sobreentendido. Para él no existe sino la verdad,
y reacciona como aprendió a hacerlo en la jungla prehistórica... Desde hace dos
millones de años, frente a la agresión, el hombre levanta los brazos doblados
por el codo para protegerse la cabeza, hundiendo ésta en los hombros. Frente al
peligro permanente, el hombre civilizado de nuestra época tiene la misma
actitud. Permanentemente. El hombre social controla su apariencia. No levanta
los brazos cuando está mirando la televisión o haciendo un examen, pero sus músculos
se contraen del mismo modo y permanecen contraídos día y noche. Toda la vida.
Hace apenas
treinta años, la enfermedad de los responsables era el precio que pagaban, por
sus excesos, los grandes jefes, los grandes dirigentes, aquellos que, bajo el
peso de sus responsabilidades, no encontraban descanso y tranquilidad. Los síntomas
eran el cansancio permanente y excesivo, la irritabilidad, la hipertensión, la
depresión nerviosa, la diabetes y, por último, el infarto de miocardio o la
hemorragia cerebral.
En la
actualidad eso se ha convertido en una epidemia mundial. Afecta a todas las
capas sociales, a los jóvenes y los ancianos, a los hombres y las mujeres. ¿Quién
no tiene hoy la impresión de estar desbordado por las tareas y obligaciones más
diversas? ¿Quién no se siente acosado, abrumado por responsabilidades,
estresado? Con gran frecuencia, el hombre y la mujer actuales se sienten
arrastrados por un engranaje y no saben cómo salir de él, cómo escapar. Se
sienten atrapados en una red y son incapaces de hacer ni siquiera un primer
esfuerzo para librarse de ella. Y no crea que oscurezco el cuadro. ¡Todavía es
mucho más negro de lo que yo lo pinto!...
Con
frecuencia se puede adivinar el carácter de las personas por su rostro: el
jovial, el colérico y el melancólico tienen rasgos fácilmente reconocibles. ¿A
qué se debe eso? A la expresión de su rostro, que está constituida por
contracciones musculares específicas. Hay contracciones permanentes que se
instalan en el rostro, lo surcan de arrugas y dan una forma al semblante. Y no
sólo al semblante; la expresión del rostro se prolonga por todo el cuerpo. El
cuerpo expresa el carácter de la misma forma que el rostro, mediante
contracciones musculares específicas y contracciones permanentes que tan sólo
la relajación profunda llega en ocasiones a eliminar.
Muy a menudo,
las tensiones de expresión del cuerpo resisten a la relajación porque las
tensiones de expresión del rostro no han sido borradas. Y en ocasiones, cuando
se consigue realmente por primera vez, el rostro resulta irreconocible. Bajo la
máscara, bajo ese rostro que se forma por reacción a los acontecimientos de la
vida cotidiana y que se ofrece al entorno, aparece el verdadero. El rostro que
no está formado por el exterior, sino que es la expresión de lo que somos en el
fondo, en lo más profundo. Y es muy raro que ese rostro no sea
extraordinariamente hermoso."
Vlady Stevanovitch
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