Es raro y
luminoso. Es delicado. Inquietante también. Leer a mi amigo sin poder parar y pensar que soy yo
el que escribe esas líneas, aun sabiendo que jamás seré capaz de semejante
belleza. Y lo sigo leyendo, y no puedo parar de llorar. ¿Por qué? La belleza se
derrama a veces y, al reconocerla sin protección, te derrumba... Tú, que has
estado a mi lado; que estuviste allí, cuando los cielos hablaron...
Te dije que me
acompañaras al exterior aquella noche de diciembre, donde, muertos de frío, nos
mantuvimos sentados, inmóviles, inertes a la intemperie, buscando lo
que existía antes del nacer. Tú, que estuviste a mi lado, en aquel momento... Tus
palabras son puro silencio articulado que revolotea e impacta no sé dónde, recordándolo
todo. Tan lejos, tan cerca, al mismo tiempo. En ese tiempo fuera del tiempo,
donde no hay un sujeto que reconozca, ni nada reconocido, ni separación entre ambos. Despliegas formas y detalles, y los denominas naderías, sin ninguna
pretensión. Me traes a la vida de nuevo, prometiendo que, si presto suficiente
atención, seré capaz de ver cómo eso sin nombre que nos pertenece penetra en todo, como la luz en
cada amanecer. Tú que eres puro asombro sin darte cuenta, me lo muestras y
conmueves. Mi mirada, a veces, es capaz de llegar hasta la tuya y quedarse ahí, contemplándolo todo...
No tienes ni
idea del don que tienes, pequeño saltamontes; como el niño que juega totalmente absorto y no repara en ello. No existe nada más. No puede existir nada más. Ningún porqué, ninguna causa. Así son tus letras...
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